Uno de los Festivales de Cine más importantes en el mundo es el Festival de Cine de Berlín, que, justamente, culminó hace unos pocos días, dejando una interesante lista de ganadores, liderada por el Oso de Oro a la Mejor Película, que fue para la cinta china Bai Ri Yan Huo (Black Coal, Thin Ice), dirigida por Diao Yinan. Cabe destacar que así también el Oso de Bronce Gran Premio del Jurado fue otorgado a El gran hotel Budapest de nuestro querido Wes Anderson. Aimer, boire et chanter (Life of Riley), del adorado Alain Resnais, se alzó con el Oso de Plata Premio Alfred Bauer y muchos fans linklaterianos estamos felices por el Oso de Plata al Mejor Director, que fue otorgado al amado Richard Linklater, por Boyhood (que muero por verla YA). Los otros galardones entregados fueron el Oso de Plata a la Mejor Actriz, que cayó en manos de la japonesa Haru Kuroki por Chiisai Ouchi (The Little House), mientras que el Oso de Plata al Mejor Actor lo obtuvo Liao Fan, de China, por Bai Ri Yan Huo (Black Coal, Thin Ice) y el Oso de Plata al Mejor Guión lo recibieron Dietrich Brüggemann, Anna Brüggemann por la alemana Kreuzweg (Stations of the Cross). Finalmente, el Oso de Plata por Destacada Contribución Artística lo recibió Zeng Jian por la cámara en Tui Na (Blind Massage), filme de origen chino-francés.
La lista de ganadores sigue, y si bien hay muchos premios y categorías, me gustaría destacar los otorgados a los filmes latinoamericanos que estuvieron en competencia este año:
- Premio a la mejor ópera prima: Güeros, de Alonso Ruizpalacios (México).
- Premio de la Crítica Internacional FIPRESCI, sección Panorama y Premio Teddy al cine homosexual (MU-DIS): Hoje eu quero voltar sozinho, de Daniel Ribeiro (Brasil).
- Gran Premio del Jurado de la sección Generation Kplus: Ciencias Naturales, de Matías Lucchesi (Argentina, Francia).
El gran Jurado Internacional de esta edición 2014 (y la número 64 del Festival), estuvo presidido por el productor norteamericano James Schamus, e integrado por notables luminarias del cine como Michel Gondry, Greta Gerwig y Christoph Waltz, entre otros.
En el año 2007, el queridísimo actor y director mexicano Gael García Bernal tuvo la oportunidad de formar parte del internacionalísimo Jurado del Festival de Berlín de ese año y, de esta manera, vivenciar experiencias geniales, reflexivas, encantadoras, mágicas, nutritivas e inolvidables, que luego fueron plasmadas en un maravilloso y delicioso diario que escribió para la revista cultural mexicana Letras Libres y que fue publicado en abril de ese mismo año.
Economía, política, cine, actuación, literatura, Latinoamérica, Europa, las diferencias que nos separan, las diferencias que nos unen, la industria del cine, la magia del cine, la emoción del cine, los dioses del cine, el cine por el arte, el cine para el mundo, etc. Todo esto y mucho más se podrá encontrar en este lumínico diario, escrito por uno de los más influyentes y emblemáticos actores del cine latinoamericano y universal de los últimos tiempos.
Sin nada más que decir o agregar al respecto, a continuación:
Un diario berlinés,
por Gael García Bernal.
En el año 2007, el queridísimo actor y director mexicano Gael García Bernal tuvo la oportunidad de formar parte del internacionalísimo Jurado del Festival de Berlín de ese año y, de esta manera, vivenciar experiencias geniales, reflexivas, encantadoras, mágicas, nutritivas e inolvidables, que luego fueron plasmadas en un maravilloso y delicioso diario que escribió para la revista cultural mexicana Letras Libres y que fue publicado en abril de ese mismo año.
Economía, política, cine, actuación, literatura, Latinoamérica, Europa, las diferencias que nos separan, las diferencias que nos unen, la industria del cine, la magia del cine, la emoción del cine, los dioses del cine, el cine por el arte, el cine para el mundo, etc. Todo esto y mucho más se podrá encontrar en este lumínico diario, escrito por uno de los más influyentes y emblemáticos actores del cine latinoamericano y universal de los últimos tiempos.
Sin nada más que decir o agregar al respecto, a continuación:
Un diario berlinés,
por Gael García Bernal.
5 de febrero
Aún no logro comprender cómo es posible que los aviones
vuelen. Estoy sentado junto a la ventana de uno que nos lleva hacia Fráncfort,
para después aterrizar en Berlín. Dejé todo lo que tenía que hacer hasta el
último minuto –como obligan las reglas de la prisa–, y me desenchufé al momento
de entrar en la atmósfera monocorde del avión. Apenas despegamos, me pongo a
leer las revistas de política que compré antes de abordar. De inmediato me doy cuenta
de que estas revistas no viajan bien, y menos a Alemania. Se convierten, apenas
despegamos, en instructivos para entusiastas y expertos en la nada, que confían
en que al mencionar la palabra “México” nuestra atención sea irrestricta, y
abusan de lo mal que nos va para atraparnos y forzarnos a buscar entre líneas la
manera de solucionarlo. Solamente pueden ser entendidas por gente que ha
decidido anestesiar la memoria para poder vivir día con día. Quizás estoy
confesando ser asiduo lector de estas revistas, partícipe y cómplice del son
jarocho que dice “El mundo se va aca...” ¿Y si se las doy una a algún
estudiante alemán que hable español y que se haya enamorado de México? Creo que
no entendería nada. Menos con palabras como FOBAPROA. No le voy a dar las
revistas, pero voy a intentar hablar con él para saber qué es lo que hizo en
sus vacaciones por México.
Int. Avión-noche
Los dos personajes abusan del whisky gratis.
Gael (bebiendo): Entonces México te parece violento...
Alex: Violento como consecuencia del desprecio, que a veces
se confunde con envidia.
Gael (atónito): Nunca había escuchado a alguien describir la
violencia en México de esa manera…
Alex: Es que ustedes la sobreviven diario. Yo, como soy
antropólogo, uso pocas palabras. A lo mejor es que ya estoy medio borracho.
Por la ventanita se ve la luna, casi llena.
6 de febrero
Despertamos en Fránkfurt, llenando las tazas de un té de
calcetín que nos sirve Lufthansa. Los alemanes tienen una manera discreta pero
eficaz de recordarte que estás entrando en su territorio: todo funciona. Cada
botón, cada palanca y cada artefacto mecánico sirve. Y si no funciona te dicen
que así es, pero te dejan sin argumentos para quejarte ante el gerente.
¡Hicimos nueve horas de vuelo! Tiempo récord, me imagino, desde México hasta
Alemania.
Tomamos el avión a Berlín y llegamos como a las cuatro de la tarde.
Apenas pusimos las maletas en el suelo nos llaman para tener una junta con
Dietter Koslick, director del Festival, y con los demás miembros del jurado. De
inmediato me hago amigo de la actriz palestina Hiam Abbas. Además de ser una
persona encantadora, compartimos la complicidad de pertenecer a los países que
representan el bloque pobre entre los miembros del jurado. Es muy divertido
hablar desde esa trinchera, porque tienes carta blanca para frivolizar a gusto.
Int. Lobby de hotel-día
Para contrarrestar la vergüenza, Gael se sienta en el sillón
que encuentra más cerca.
Hiam: ¿Teníamos que venir bien vestidos?
Gael: Huy, creo que sí… Pero estamos exentos por ser
actores, me imagino.
Hiam: Más bien por ser de países pobres, ¿no?
Gael: Tienes toda la razón. Pero ese argumento se me está
agotando día con día...
Hiam: Estás joven todavía.
No es cierto que en Alemania todo funcione: hay doce botones
para apagar y prender luces que vuelven todo muy complicado. Hay una luz que no
se puede apagar, pues es una luz de “seguridad”. ¿Contra qué?, ¿para qué?
7 de febrero
Despierto apenas, y voy hacia la primera reunión, planeada
para que se conozca el jurado. Están Hiam Abbas, Willem Defoe –tremendo actor
estadounidense–, Paul Schrader –nuestro
presidente y guionista de Taxi Driver y Toro salvaje–, Nansun Shi –productora
de Hong Kong, experta en películas de acción y thrillers policiacos–, Mario
Adorf –actor de leyenda del cine alemán– y Molly Malene Stensgaard –editora de
Lars von Trier y madrina del manifiesto Dogma. Después de tomar un tecito y
comer un pan de centeno, nos encaminamos, fríos y desvelados, a ver dos
películas. La primera es una fábula acerca de la desaparición de la inversión
económica del mundo occidental en la Alemania del Este, un tema recurrente en
las expresiones artísticas modernas de los países que fueron parte del bloque
soviético. Se sostiene la idea, no oficial, de que el dinero invertido desde la
caída del Muro en los países ex comunistas fue justo eso: una inversión que
benefició a los que dieron el dinero, y no a la gente en general. Quizás
ganaron nuevas posibilidades de elegir entre marcas de ropa y automóviles, pero
la inversión social no es tangible. Los alemanes se quejan de que el marco
capitalista se ha convertido en un mecanismo para abrir nuevos mercados para
las empresas que ya existen, donde los beneficiados son únicamente estas
empresas.
Nos llevan a una cena para cuarenta personas en un hotel en
las afueras de Berlín, famoso por haber hospedado a la selección alemana de
futbol en el pasado Mundial. Todos en el jurado somos felices de dejarnos
llevar, como un rebaño, a donde sea que nos lleven.
Int.
Smoking room, hotel-noche
Mario Adorf: Yo viví en México mucho tiempo. Es más, en algún momento tramité mi nacionalidad para quedarme a trabajar allá.
Gael (levanta las cejas): ¿…?
Mario Adorf: Trabajé con “El Indio”.
Gael: No lo puedo creer…
Mario Adorf: Hicimos juntos una película con Sam Peckinpah
que se llamó Major Dundee. Era con Warren Oats, Charlton Heston, y el Indio y
yo éramos los mexicanos bandidos malos. Mi personaje se llamaba Sargeant Gómez.
Gael: ¿En serio? ¿Con el Indio? ¿Cuánto tiempo estuviste
en…?
Mario Adorf (riéndose): Un día, una noche más bien.
Llevábamos tres días sin dormir, y yo, anticipando que en cualquier momento me
desvanecería de borracho, decidí irme para mi casa en la colonia Nápoles.
Estaba recogiendo mi saco cuando se acerca a toda velocidad el Indio, me coloca
un cuchillo de carnicero en el estómago, y me dice: “Escuché que te querías
ir”. Aterrado, le dije: “Oye, Emilio, tranquilo, ¿qué te pasa? Estás ya muy
borracho.” Me suelta, saca un limón, lo parte a la mitad, me da un vaso de
tequila, y absolutamente serio me dice: “Ya te estabas rajando pinshi tedesco…”
Esa noche tuve sueños que me llevaron hasta Vietnam del
Norte, en donde nunca antes he estado.
8 de febrero
Es el día de la inauguración. Despertamos temprano para ver
una película checa e inmediatamente después dar la conferencia de prensa. Las preguntas
de siempre: “¿Cómo se ven las películas desde el punto de vista del actor?”
“¿Estás emocionado?” Para eso existen respuestas automáticas, y aun así uno
siempre sale mal parafraseado. Todos temblamos por la doble ración de café que
pedimos –a súplicas– y, desde esa perspectiva, vemos el día como una carrera de
largo alcance. Para la ceremonia de la noche se va a necesitar traje y corbata.
Voy con todo, menos con la corbata. Empieza la ceremonia y comienza el
protocolo. Pasa el Ministro de Cultura, que es recibido con una larguísima
ovación. Toma el micrófono por veintitantos minutos, y hace un recuento ameno y
divertido del cine alemán del año pasado.
En el discurso pone mucho énfasis en
que la Berlinale podía hacer lo que quisiera consigo misma, y que el gobierno
sólo entregaba el dinero y todas las facilidades a su alcance para que el
festival siguiera siendo autónomo. El ministro es puesto en jaque varias veces
por la presentadora, que, en vivo y por televisión, lo invita a llevarse el
podio cromado que fue hecho con dinero del gobierno para el festival. Desde ese
momento empiezo a notar las diferencias entre nuestro gobierno y el alemán.
Luego le dan paso al alcalde de Berlín, a quien reciben con la ovación más
grande que he visto y oído para un político que no esté en campaña. Es
abiertamente homosexual, y muy querido por sus esfuerzos para hacer de Berlín
una ciudad libre y vibrante, donde haya respeto y tolerancia.
La presentadora del festival, que lo ve retirarse hasta su
asiento, pide aplausos para él y dice: “¡Mírenlo, hasta por detrás se ve bien!”
9 de febrero
Despierto de una mala hostia, a la española.
Hace mucho frío en la ciudad y hay pocas esperanzas de que la luz del día se filtre por las nubes. El jet lag me la está cobrando. Desde muy temprano vimos tres películas de distintas partes del mundo: Brasil, Corea y Estados Unidos. Las tres tenían algo en común: ninguna de ellas compromete su contexto o voz para llegar a ser “universal”. Son específicas en su contenido y en ningún momento se percibe en ellas pretensiones de apaciguamiento de mercado. Si no hubieran sido estas películas las que se exhibieron en mi día de malestar, seguramente me habría dormido durante su proyección, cumpliendo de manera poco profesional con mis obligaciones de muchacho jurado por tierra teutona.
Qué bueno que existe el té verde.
10 de febrero
Raudo y nada veloz me incorporo al día, después de unas
fiestas bien acondicionadas a pesar del cansancio. Ha sido de los comienzos más
inusuales de día que he tenido en mi vida; quizá de los más poéticos, por el
silencio de la nieve que lo acompañaba. Me despierto temprano para ver una
película fascinante. Sucede en un desierto –y no puedo decir más. Tanta
inteligencia y simplicidad puesta en una historia tan pequeña, que atrapó a
todo el público. Fue ovacionada. Después nos dirigimos a la primera junta del
jurado, para deliberar, más o menos, hacia dónde se van a encauzar las aguas.
No puedo decir más, pero quizá algún día lo haré, como lo hizo Paul Schrader en
1989, cuando fue miembro del jurado de este mismo festival. Schrader escribió
una obra de teatro a partir de las discusiones del jurado, en la que figura una
actriz italiana que no paraba de preguntar cuál era el Alfred Bauer Award.
(Alfred Bauer fue el primer presidente del Festival de Berlín, y hay un premio
que se da en su nombre al trabajo más innovador del festival.) Hubo una
coincidencia, de las buenas: todo el jurado tenía hambre y todos queríamos
terminar a tiempo con la conversación. Así que nos enfocamos en discutir lo que
nos gustó de las películas que vimos, y dejamos a un lado lo que no nos gustó.
Una vez más me doy cuenta de que hablar de lo que no te gusta, en términos
subjetivos y en torno a cosas inofensivas como las películas, es mucho más
fácil que encontrarle palabras a lo que te gusta. Ha sido un ejercicio del que
he aprendido mucho, mucho más del cine, que si hubiera hecho lo contrario.
Dicen que se aprende de los errores, pero es más difícil –e igual de necesario–
aprender de los aciertos. Después sucedió lo inevitable: a todos nos dio frío y
sueño, y fuimos cada quien a descansar a su manera.
Otra vez tuve sueños vívidos. Muy agitados y abstractos.
Cada día me despierto con una sensación más aguda de no entender en dónde
estoy. Quizá es el martilleo a los sentidos por ver tres películas al día. O
quizá es todavía el jet lag. Tuvimos la proyección de una película alemana, y
después la gala, con bombo, platillo y champaña, de la película de Robert de
Niro. Después de casi tres horas, salí a una cena en Mitte, con un amigo
cineasta, en la que se encontraban algunos próceres del cine alemán y el nuevo
mundo literario joven de Estados Unidos, que se encuentra por acá de
intercambio. Entre ellos estaban Jonathan Safran Foer y Nicole Krauss, pareja
de escritores muy simpáticos que apenas llevaban una semana en Berlín. Hablamos
de lo poco que se puede hablar en esas cenas.
Int. casa en Preslauerberg-noche
Todos cenan y la conversación está dividida entre la gran
cantidad de gente.
Nicole Krauss: Do you know Roberto Bolaño?
Gael: Yes.
I mean, I never got a chance to meet him but I’ve read him. Why?
Nicole
Krauss: I just read Los detectives
salvajes. I loved it!
Jonathan
Safran Foer: Yeah, now she wishes she was born in Mexico at that time. How is
it like living there these days?
Pasamos al postre, que era melón con helado.
11 de febrero
Desperté y otra vez me fui directo al cine. Todo el jurado
estaba en fila india, café en mano. La película italiana comenzó y tuve la
sensación de estar yendo a misa temprano por la mañana. La historia transcurría
en un monasterio rodeado de agua; un personaje le preguntaba a Dios y a sí
mismo si tenía vocación para ejercer el sacerdocio. Cada vez que el personaje
topaba con pared y sufría, era apoyado por la música, que subía por la pantalla
como el órgano de una iglesia. Hace mucho tiempo que no voy a misa: habré ido
unas cinco veces, cuando era niño, a bautizos o comuniones. También hice mucha
investigación para un papel, hace no mucho tiempo. Pero en Berlín, a las nueve
de la mañana, con Paul Schrader y Willem Defoe a mi lado, lo que menos me
esperaba era compartir con ellos la sensación de miedo y sueño que sentía de
chico, cuando me metían a misa un poco a la fuerza. Salimos, y para hacernos
civiles, ateos y demócratas, nos llevaron a una comida protocolaria con el
alcalde de Berlín en la casa de gobierno, que antes era la sede del gobierno de
Berlín del Este. Es un edificio bombardeado durante la guerra, con varias
remodelaciones anteriores a la incursión soviética, que ahora tiene acabados
cromados (más bien terribles). Parchado pero histórico, el edificio era –según
Dietter Koslick– el más feo de toda Alemania, pero donde mejor se podía
apreciar el sello político de cada época y disfrutar de la mejor degustación de
hígados de ciervo del mundo. Bajo el manto de los escudos en forma de vitrales
de los diferentes barrios de Berlín, comimos y compartimos mesa con políticos y
empresarios con los que, creo, difícilmente nos encontraremos otra vez. Se dio
una conversación rarísima, basada en dilucidar quiénes eran más flojos para el
trabajo, si los españoles o los mexicanos. Perdimos por paliza por razones como
la siesta, los horarios de trabajo y el veraneo de los españoles. Un español se
ofendió y el alcalde le ofreció que se tomara unas vacaciones hasta que se le
bajara el enojo.
De ahí nos fuimos –mejor dicho, nos llevaron, como a todo– a
ver una película sudafricana que transcurre a lo largo de tres décadas, desde
finales de los sesenta hasta la liberación de Mandela en los noventa. Después
de tres horas salí con un hambre de chivo en vivero, y me fui a cenar con un
amigo brasileño –le pedí permiso para incluir su nombre en estas crónicas. Nos
sentamos, y Walter pidió un vino que el mesero de Puglia tomó como una ofensa.
Terminamos tomando tres botellas impuestas por el dueño del restaurante
–bastante buenas. Para variar, hablamos de cine y de las películas que yo había
visto –todo en código, porque no se me permite decir nada de ellas. Luego
pasamos a temas de mayor importancia, como su nueva paternidad y el punto de
encuentro entre el Este y el Oeste de la nueva Alemania, experimento único en
el mundo y con resultados que no tienen eco en ninguna otra parte. Desde esta
cómoda y serena distancia hablamos de México y Brasil, y de las dos Américas
que se están delineando dentro de la democracia de nuestro continente y que,
sintomáticamente, están dibujando un muro: la costra de una llaga más honda que
la pared que fue construida en esta ciudad al final de la Segunda Guerra
Mundial.
12 de febrero
Los días transcurren, se esfuman, y pasan inadvertidos por
la falta de luz natural de los cines. Estamos cumpliendo con nuestra cuota de
ver tres películas diarias sin queja alguna. ¿De qué nos podríamos quejar? Este
trabajo es un placer, sobre todo para quienes gustan de hacer y ver cine.
Además nos están tratando de maravilla: nos atienden dos chicas ya expertas en
jurados internacionales, que saben anticipar cualquier contratiempo con
raciones de cafeína o alcohol para que no se duerman los jueces. La primera
película que vemos es de Estados Unidos, dirigida por un joven de veinticuatro
años. Es su segunda película. La que siguió fue una película francesa
diametralmente opuesta: dirigida por el experimentado André Techiné, tiene el
artificio de parecer un documento histórico en forma de ficción rescatado de
las latas de alguna filmoteca en los años ochenta. Trata sobre la crisis del
descubrimiento del sida en esos años, con una fidelidad a la época que resulta
escalofriante. Nos lleva directo a una década en la que algunos de nosotros aún
éramos niños, pero que recordamos con el filtro de inocencia propio de la
infancia. Al salir nos fuimos a la segunda reunión del jurado, que en esta
ocasión tuvo lugar en una sala privada en el Ministerio del Exterior. Todos nos
preguntamos por qué nos llevan a diferentes lugares con tanta discreción. ¿Es
para despistar al enemigo y así hacernos sentir en confianza para gritar y
romper vidrios si no estamos de acuerdo con algún otro miembro? Nos dicen que
es únicamente para que conozcamos más de la ciudad, para que no nos hartemos de
los mismos edificios, y para que nos sintamos importantes. La respuesta nos
deja satisfechos. Para subir a la sala de juntas hay tres opciones: las escaleras,
el elevador, y otro elevador de madera, que es un contenedor para dos personas
que sube y baja sin parar. Uno tiene que brincar y montarse al vuelo del
compartimento que sube y contar hasta siete pisos para bajarse, también al
vuelo. La incógnita es qué pasaría si te quedaras en el compartimiento hasta
que diera la vuelta para bajar. ¿Te pondría de cabeza y estarías expuesto a un
buen golpe?
Esa noche tuve la fortuna de cenar con un director alemán
que marcó mucho mi infancia y mi adolescencia. Nos recibió en su casa, que
parece estar en lo más alto de la ciudad. Se puede ver el ángel que mira hacia
la puerta de Brandeburgo, con la cabeza agachada. Ese ángel, sobre el que
estaba parado otro ángel, que en la película escuchaba a Gorbachov sentado en su
escritorio mientras pensaba.
13 de febrero
Estoy saliendo de la sombra de las rocas en Cabo Polonio,
Uruguay. Tengo la boca pastosa, y el aire huele a todo menos a mar. Despierto
sin poder reconocer el lugar, diez minutos antes de la cita para vernos en el
vestíbulo del hotel y de allí dirigirnos al “Talent Campus”. Me habían invitado
a ofrecer una charla en ese taller gigantesco que corre a la par de la
Berlinale. Muchos estudiantes de cine de todas partes del mundo se juntan allí
para tomar talleres, asistir a pláticas con directores, actores y escritores, y
para mostrar su trabajo y discutirlo con gente de países y profesiones
distintas. Estamos en un teatro antiguo, de los pocos que no fueron
bombardeados durante la guerra, para hablar del tema “Cruzando fronteras en el
cine”. Llegamos a eso después de una hora de preguntas acerca de cómo empecé a
trabajar y por qué me gusta la actuación. Lo recurrente en todas las preguntas
es el tema del renacimiento del cine mexicano, y lo que pienso de su ascenso meteórico
a nivel mundial. Respondo lo de siempre: que a fin de cuentas todo se reduce a
que hay una coincidencia de gente en México que está haciendo buen cine.
También, que el cine en cualquier parte del mundo es un punto de vista
personal, un esfuerzo grupal impulsado por una sola voz, la cual depende de los
recursos y la infraestructura que se consigan para llevarse a cabo. En México
se está dando esto, pero hay que asegurarnos de que estas oportunidades no sean
sólo llamaradas de petate.
Tiene que existir una industria sólida que dé cabida a todas
estas voces, para así contar con más historias que nos hagan conocer al “otro”
que habita y comparte nuestro mismo territorio, y para darnos cuenta de que ese
otro somos también nosotros.
(Flashback)
Int. Río de Janeiro, taller de cine de la favela
Roisinha-día
En pleno seminario, el director Walter Salles le da la
palabra a una CHICA de veinte años que tiene dos hijos, y que lleva dos años
yendo al taller de cine que montó Fernando Meirelles.
CHICA: Yo no sé si me quiero dedicar al cine, pero sé que el
cine me ha enseñado muchísimo. (Todos en la sala escuchan con atención.) No
tanto a hacerlo, sino a verlo. Antes de haber visto películas pensaba que el
mundo era mucho más pequeño; que la realidad de personas de otras regiones y
países era completamente distinta de la realidad en la que vivo en esta favela.
Pero gracias al cine me di cuenta de que somos muy parecidos, y de que de
alguna manera extraña compartimos el mismo territorio. En pocas palabras, creo
que ahora me siento más cerca de la especie humana.
Todos en el taller toman aire, y algunos empiezan a creer en
los dioses del cine.
Salgo corriendo porque no llego a tiempo a la comida que
tengo con un grupo de amigos actores que compartimos generación. Había dos
alemanes, un islandés, un argentino, un escocés, dos francesas, una rumana y
una italiana. De alguna manera todos hemos trabajado juntos, con pocos grados
de separación, y corremos con la suerte de coincidir mucho en estos eventos.
Espero que toda la vida sea así. Compartimos schnitzels y ensalada rusa, y
mirando el viejo aeropuerto de Tempelhof nevado, tomo una bocanada de felicidad
que me durará bastante tiempo. Ya entonado y lleno de valor, como suele salir
uno de esas comidas eternas, me dirijo a ver una película argentina que, como
si esto fuera el guión de una película, se llama El otro. Después veo una película inglesa. Al salir, me dejo llevar
hacia mi hotel por el viento, con la intención de irme a dormir hasta marearme.
14 de febrero
Despierto con el olor a fritanga vietnamita que pedí a la
habitación la noche anterior. Corro y llego tarde: cinco minutos antes de que
empiece la función. Empieza un experimento clásico de Ozon. Dejamos la
Inglaterra de la Primera Guerra Mundial y nos dirigimos al cine contiguo para
ver una película que transcurre en el fin de una guerra que no tiene principio.
Es sobre la retirada de un pelotón de soldados israelíes del fuerte de Beaufort
en el sur de Líbano. En esencia, es sobre el miedo. El miedo que los seres humanos
le tienen a la guerra. El miedo, que por faltas o ausencias, no fue inculcado
por los padres a los niños para que teman las atrocidades bélicas. El miedo del
director a la guerra. En sus propias palabras, “quisiera que los líderes del
mundo le tuvieran miedo a la guerra, y que tuvieran el coraje para ponerles
fin”.
Y escribo a oscuras:
¿Por qué no escribo más?
La luz que refleja la pantalla me divide,
Me hace ver las películas, la luz,
Y mi estómago se voltea; ya no aguanto estar sentado.
Le perdí confianza a lo que escribo.
15 de febrero
Int/ext, cine en Potsdamer Platz-día
Hella: Hicimos reservaciones para ir a cenar al Reichstag, ¿les gustaría venir?
Gael: ¿Se puede cenar en el Reichstag?
Hella: Sí. Además hoy hay sesión extraordinaria, así que van
a poder ver a los diputados trabajando.
Se acerca sigilosamente una PERSONA que ya orbitaba
alrededor de este círculo.
Persona: Segnior Gabriel, por favor un autógrafo. Vengo
desde Núremberg para pedirle su autógrafo.
Gael: ¡Desde Núremberg! ¿Para quién?... Sí, vamos al
Reichstag, ¿no?
Hella : Hay una cúpula donde se alcanza a ver toda la
ciudad, y es la entrada de luz de la cámara de sesiones.
Gael: ¿A poco no hay luz adentro?
Hella: Claro que hay luz, pero la utilizan para ahorrar
electricidad. ¿Quieres que nos vayamos de aquí?
16 de febrero
Se acabaron las proyecciones. Ahora todo el jurado se reúne
en una casa antigua en Dahlem, un barrio del Berlín de la antigua República
Federal Alemana. El último huésped de esta casa fue Condoleezza Rice, lo que explica
los tres vidrios blindados que hay en cada ventana. Nos ofrecen asiento y
desayuno, nos muestran la casa de arriba abajo, y nos mencionan que está a la
venta. Nos parece una broma que nos ofrezcan una casa de veintidós
habitaciones. Para seguir con el chiste, pedimos más detalles de su venta. Nos
dicen cuánto cuesta y nos dan el teléfono para pedir más información. Algunos
empiezan a mostrar un interés genuino. En ese momento nos dicen que es una
broma que le hacen a todos los jurados para poner en evidencia sus pretensiones
latifundistas.
Así empezó la deliberación del jurado. Teníamos que repartir
siete premios. La conversación nunca llegó a ser conflictiva, pero en algunos
casos se calentó: es mucho más fácil dar un premio de Mejor Película que repartir
siete. La junta dura unas seis horas. Terminamos agotados pero satisfechos, por
sentir que hicimos un buen trabajo en la difícil tarea de dejar a un lado
películas bastante buenas. Así es este juego: aunque el proceso sea
completamente subjetivo, siempre se trata de ser congruentes con el instante.
Premiar las películas “completas”, que formalmente sean buenas, y que
subjetivamente sean tan maravillosas que resulte imposible describir el porqué
de su genialidad.
17 de febrero
Por fin duermo hasta las doce del día. Me levanto y voy al
ensayo de la ceremonia de premiación. Desde que despierto me doy cuenta de que
sé un secreto que compartimos sólo diez personas. Debo aceptar que es una
sensación de poder sereno, inocente. Es la tónica que me marcó ese sábado hasta
el momento de la premiación. Habiendo sobrevivido a la resaca emocional del
constante bombardeo de imágenes, estoy convencido de no querer volver a ver una
película por un buen rato. Con esta certeza, el día es un tobogán de diversión
que dura hasta la madrugada. Dormimos una siesta antes de la ceremonia, para
llegar descansados y que no haya excusas de vestimenta. Nos juntamos media hora
antes para envalentonarnos con unas botellas de champaña, y aparece un joven
actor argentino que me dice que él es quien dobla mi voz en las películas al
alemán. Parece que una vez que tu voz es elegida, se queda así de por vida. Así
es que mi voz alemana me pide que no deje de trabajar. Le digo que mejor no
dependa de ello.
Salimos rumbo a la ceremonia preparándonos para el ritual
absurdo de la alfombra roja. En la página 31 están las fotos desde nuestro
punto de vista.
La ceremonia es corta, pero la emoción de los ganadores es
inmensa. Muchos de ellos sabían que ganaban un premio porque los habían traído
de vuelta desde sus países, pero no sabían cuál. Cuando llegó el momento de
darle el Oso de Oro a la Mejor Película, el director chino de La boda de Tu-Ya
saltó de la emoción y en pocos segundos llegó hasta el escenario acompañado de
su actriz principal. Paul Schrader le dio el premio y el director pasó por el
ritual de agradecimientos que pocos directores en el mundo han tenido el gusto
de vivir. Es una experiencia de felicidad contagiosa. Esa noche cenamos y nos
divertimos como pocas veces en nuestras vidas. Conociéndonos y despidiéndonos,
esperando que algún día nos volvamos a encontrar en esta situación o en
nuestros respectivos países.
18 de febrero
Empaco, crudo, y me voy. De vuelta a México.
(Abril, 2007).
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