viernes, 31 de enero de 2014

Música para entender el fin del mundo.


A continuación, comparto un hermoso texto escrito por BJÖRKpublicado en el Suplemento Radar de Página 12 el 1 de Noviembre de 1998 y titulado Música para entender el fin del mundo. Que lo disfruten y espero que el texto les sea provechoso. 


Estoy tirada en el lugar más sexy de Islandia, sobre una pila de moho en la cima de una montaña. Estoy mirando 360 grados de cielo abierto, un lago justo a mis pies y un hilo de vapor saliendo de un arroyo de agua caliente. Si tuviera que elegir algo de música para este momento, probablemente elegiría los arreglos de cuerdas del compositor contemporáneo islandés Jon Leifs.

Pienso que somos descarados, los islandeses. Los primeros pioneros que llegaron acá bautizaron el lugar Iceland (que se traduce como “tierra de hielo”). Eligieron ese equívoco nombre para poder recostarse en paz sobre esta tierra verde y grandiosa, este paraíso sin reglas, y mantener alejado al resto del mundo. Ese es nuestro gran secreto. Por eso miento cada vez que hablo de Islandia en cualquier entrevista: así la gente se mantiene alejada. Hay algunos extranjeros en Islandia, que viven acá desde hace veinte o treinta años y que hasta hablan islandés, pero siempre serán extranjeros para nosotros. No lo digo de un modo fascista, pero este lugar es diferente. Y los islandeses también.

A pesar de las creencias populares, somos muy apasionados, aunque de un modo silencioso y analítico. No es una pasión romántica, tipo Romeo y Julieta, ni tiene nada que ver con bailar tango, como en el sur. Nuestra pasión es diferente. También somos muy extremos: somos muy privados o muy extrovertidos. Los inviernos son muy fríos y tenemos que quedarnos encerrados y ocupados en algo: por eso tenemos más campeones mundiales de ajedrez que cualquier otro país. Después, cuando llega el verano y tenemos sol durante las veinticuatro horas, salimos y nos convertimos en seres sociales y extrovertidos.

Esos extremos también están en mi voz. Durante los primeros veinte años de mi vida, canté a solas, a la intemperie, donde nadie podía oírme. Caminaba al lado del océano, de los acantilados cubiertos de moho y frutas silvestres, cantando con todos mis pulmones. Brian Eno una vez me preguntó, en medio de un baño de vapor, si los islandeses éramos anarquistas. El tenía la teoría de que cada nota que yo canto no tiene relación alguna con la anterior, y que esto refleja una sociedad que, durante más de mil años, ha funcionado basada en una rara clase de anarquía. Nunca lo había pensado de ese modo, pero suena interesante.

Mi propia teoría, de todos modos, es que en Islandia no hay casi mediocridad. Ya lo dije: la gente no se mueve por el medio. Hacemos todo o no hacemos nada. Y no nos gusta que nos digan lo que tenemos que hacer. Nunca hemos tenido un ejército. Nunca. Fuimos una de las primeras democracias del mundo. La gente venía a Islandia huyendo del autoritarismo. Pero está mal lo que estoy haciendo, porque estoy dándoles todos los clichés: como si dijera que a todos los norteamericanos les gustan los cowboys, comer hamburguesas y ser gordos.

La escena musical en Islandia no es diferente a la de cualquier otro lugar. De alguna manera, acá hay de todo: música seria, pop y cualquier cosa. Grupos como los Beastie Boys, Rage Against the Machine y Public Enemy ocupan los primeros puestos de los rankings. Pero me parece que los extranjeros nunca entendieron esto realmente: suelen caer en la trampa de pensar que somos esquimales o que andamos jugueteando con duendes, cuando en rigor de verdad hay muchos chicos islandeses, como unos llamados Quarashi y Gus Gus, que se llevan bastante bien con las computadoras. Pero los islandeses nunca usaríamos una computadora para hacer música sofisticada. Creemos que eso es para flojos y para vegetarianos.
Tampoco somos como los demás europeos, que toman vino todas las noches. 

Nosotros nunca tomamos durante la semana, pero los fines de semana tomamos brennivín, la versión islandesa del Schnaps. Acá, los lugares para bailar son muy chicos. En Reikyavik, la capital, hay apenas 150 mil personas. Todo es muy local. Hombres y mujeres se pueden encontrar en cualquier lado. En el resto del mundo existe eso que llaman “tener una cita”, ¿no? Bueno, en Islandia no tenemos eso. Acá las cosas son más simples: la gente escucha música, se emborracha y coge.




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